Sale para el trabajo
y mientras va en el auto prende la radio para tratar de pensar en otra cosa,
pero no consigue distraerse, usted ya se está mirando por el espejito
retrovisor, tal vez con la esperanza de que ese obsceno camino que se formó en
su cabellera haya sido un error, un espejismo, pero no, sigue ahí, al
descubierto, y usted se enoja con el taxi que lo encerró cuando intentaba
doblar, y putea, toca bocina, baja el vidrio y agrede al taxista, que le hace
una seña burlona, como que no lo vio. El taxista se le ríe, le toma el pelo,
eso, le toma el pelo y usted se vuelve a angustiar, los pelos sobre la almohada
eran suyos.
Al llegar al trabajo
lo hace público y algo acongojado dice “se
me está cayendo el pelo”. Y sabe que será destinatario de toda clase de
burlas, sobre todo de quienes están siempre a la espera de poder hacer una
broma, y no es tomado en serio, su preocupación no le importa a nadie, y
comienzan los chistes fáciles sobre su calvicie en aumento.
De pronto alguien se
apiada de usted y le dice “es por la época”,
pero usted desconfía, viene escuchando ese argumento desde comienzo del año,
por qué siempre hay un idiota que dice eso.
Al volver del trabajo
se pega una ducha y queda espantado al ver el manojo de pelo que queda entre
sus dedos. Decide no volver a bañarse por unos días, recuerda haber escuchado
que es en el baño donde se pierden más pelos y, después de todo, hay que
ahorrar agua, no son tiempos de derrocharla. Sí, está decidido, no se bañará
por unos días.
Mientras come escucha
por TV la caída de las bolsas en Walt Street y en toda Europa, y se preocupa,
pero no sé si le interesa tanto como la caída de su cabello. “¿Por qué se caerá?” se pregunta. Intenta
encontrar una solución, recuerda que alguna vez también escuchó decir que es
por los nervios, pero a usted lo que en verdad lo pone nervioso es ver su
cabeza cada vez más vacía del lado de afuera. Usted no es un tipo nervioso, su
divagación lo lleva a preguntarse si en realidad su pelo se cae por sus nervios
o si, como usted cree, lo pone nervioso solamente ver cómo se le cae el pelo, y
termina enredado en una digresión parecida a la del huevo y la gallina ¿Qué
apareció antes?
“¿Cómo puedo ser tan pelotudo?”, se dice usted en voz alta y en la
soledad de su habitación. Qué es en definitiva el pelo, nada, absolutamente
nada, o al menos es algo insignificante como para darle tanta importancia. Pero
al agarrar el álbum de fotos viejas, se observa y no puede más que lagrimear ante
esa cabellera que usted supo lucir en sus años mozos, y por un momento alberga
la idea de algún implante, o por qué no, un peluquín.
No, no, rápidamente
desecha esa idea. Imaginarse con un peluquín lo hace horrorizarse, y se acuerda
de las bromas que usted y sus amigos de la secundaria le hacían a uno de sus
profesores, que llevaba una especie de carpincho en la cabeza.
Entonces piensa en
recurrir a un médico, pero tropieza con la triste realidad de tener que admitir
su problema. ¡Qué difícil es aceptar las cosas y sobre todo para nosotros, los
argentinos, que siempre tenemos una excusa a flor de labio para no reconocer
cualquier circunstancia que nos agobia!
Entonces recuerda cómo
le gustaba a su novia de antaño jugar con sus rulos. Ella pasaba horas
enredando los dedos en sus bucles hermosos y juveniles, y duda ¿no será que
ella previno esta caída de su cabello? ¿No será que por este motivo lo dejó? No,
usted recuerda tristemente que fue por la causa de otra caída, más vergonzosa,
que lo abandonó, y se olvida de ella para no amargarse más.
De pronto parece
tener la solución. Pelarse, sí eso, pelarse, de esa manera usted no tendría que
ver caer a su pelo. Es cierto que ya no lo tendría, pero usted estaría de
alguna manera burlando al destino, lo manejaría con su tijera, y cortaría por
lo sano; ya nadie podría tomarle el pelo, y ahora sí, literalmente. Obvio que
se ingeniaría un argumento convincente para que sus amigos creyeran que lo hizo
por decisión propia, por gusto suyo nada más.
Listo, usted ya se
peló, salió para el laburo con todas las armas puestas en defensa de su nuevo look, está de muy buen humor, se siente
como si se hubiese sacado un peso grande de encima, siente que podrá lidiar
contra cualquier observación que se le haga, pero luego de un rato, todos lo
llaman “Pelado”, y desde ese día usted es llamado en todas las oportunidades
así: ¡Pelado! Atrás quedaron sus otros apodos, que tanto le gustaban, usted es
el pelado del trabajo y deberá admitirlo, no engañó a nadie, todos lo notan, y usted añora su cabellera, que ya no volverá
a tener.
Sabe que deberá pasar
el resto de sus días sumergido en la amarga realidad de su calvicie, de
observarse todos los días al espejo y encontrarse un poco más desnudo, porque su
cabeza vuelve a estar como cuando nació.
Ahí, recién ahí
descubrirá la maravilla del invento del sombrero, ya no se lo verá sin él, al
menos fuera de su casa.
Y también es ahí, en
ese momento, cuando seguramente usted dirá la misma frase que le escuché decir
a un amigo, la que me motivó a escribir este cuento:
“Triste, muy triste,
es el destino de un pelado…que no lo quiere ser.”
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